viernes, 4 de marzo de 2011

Soy feo

Soy feo. Nací feo, muy feo. Nací en un sanatorio de feos, en manos de doctores feos y enfermeras y camilleros y pacientes feos; en una comunidad donde todos son feos por tradición.

También mi familia lo es. Todos, del más pequeño al mayor, y mis padres qué decir: ejemplares puros de la antibelleza pregonada en los anuncios bonitos del territorio Telcel.

Uno cincuenta y tres, panza aguada de barril, piernas flacas y cortas, rodillas enamoradas y tobillos que nunca se hablan. Pie plano, hombros caídos, columna chueca, estrías en la lonja, ombligo horizontal y manos pequeñas. Cara redonda, piel obscura verdosa, semi-lampiño, lacio cabello negro ingobernable y espinoso, nariz de chile bola, ojos pequeños, dientes chuecos, labios arqueados en negativo, como de sonrisa a la inversa; voz agudita, cejas apenas y sin pestañas. No, no le busquen. Soy feo, y ya.

Contados tres vellos orgullosos en mi pubis y en mi axila, me fijé primero en las nenas bonitas –dije feo, pero no pendejo-. Aunque después de tanta burla y rechazo, entendí que alcanzar mis sueños de príncipe azul de peli de hi-school gringa sería más complicado de lo que al capitán del equipo de básquet le resultaba, por obvias razones.

Decidí no darme por vencido tan fácilmente. Al confirmar que los deportes no eran lo mío, me refugié en los libros. Habían otras historias en el cine donde el tipo brillante le ganaba la chica rubia al orangután de gimnasio. Pero, amigos, a los quince la realidad es totalmente otra. Además de corroborar que los libros no sirven de nada sin una memoria de elefante; y la mía es apenitas de ratón.

A los dieciseis tomé una guitarra, y probé de rock-star. Aprendí cuatro notas que no me servían ni pa ser el sensible trovador renegado, de pelo largo y poncho artesanal; así que acabé en la rondalla, siendo el que finge que toca escondido en la fila de hasta atrás. Pero era inútil; no había fémina que me volteara siquiera a ver de reojo. Tampoco el arte era para mí.

Probé en las filas de los malos de la prepa. De los que odian al mundo y se dan a la tarea de autodestruirse con talento, para llamar la atención de las nenas que pretenden rescatar a satanás del mismo infierno. Pero no llegué ni a diablito de pastorela. Apenas y ajusté con mis ahorros una motoneta de repartidor de pizza que destrocé contra un poste de luz a la puerta de la escuela, a la hora de la salida, donde todos estaban ahí para reírse de nuevo de mí.

Me hice un tatuaje de Ché que se me infectó por chafa y me hinchó el brazo al punto de parecer el rostro de Capulina. Me dejé el cabello al hombro y me apodaron Rigo Tovar.

Aprendida la lección de que los feos no tenemos buen lugar en el teatro de la vida en sociedad, escogí una carrera para feos en la universidad. Me dediqué a los números olvidándome del amor, de las chicas, de las fiestas; acepté mi realidad.

Al día siguiente de rendirme, comencé a ver a colores a todos los otros feos que caminaban cabizbajos por los pasillos de mi facultad. Le dije hola a uno de ellos, me confesé feo después de decirle mi nombre completo, y me sonrió de tal manera que no dejamos desde ese día de ser los mejores amigos feos de toda la bonita humanidad. A nosotros se fueron uniendo otros chimuelos, los cojos, los medio ciegos, los gordos, los chaparros, los idiotas y los lentos, los prietos, los pobres, los más viejos; todos aquellos que no habían encontrado su lugar.

Empezamos a hacer nuestras fiestas para feos, en donde se valía tomar cerveza, tequila, aguardiente, y aguas frescas que les preparaban sus mamás. A nadie le importaba lo de nadie, en realidad.

Escuchábamos música para feos, cantada por feos. Íbamos a los bares de los feos, a los cines de feos, a las bodas de los feos, a los cumpleaños de los feos; vaya, dominábamos toditita la ciudad.

Al rodar con nuestro encanto de feos, nos encontramos muchos, pero bastantes grupos de feas en busca de feos y de aventuras con esos feos. Nunca antes fui tan popular. Una noche de karaoke para feos, me sonrió a lo lejos una fea, y yo, que de feo no tengo un pelo, le hice plática de feos, y nos entendimos en eso primero, y luego nos paramos a cantar.

Con esa fea de acné y mal gusto para vestir me fui a casar. Mis padres feos se juntaron en una fea fiesta con los suyos y brindamos con un vino blanco que sabía bien pinche feo; y nos fuimos de luna de miel a Guayabitos (ese lugar no es feo), y de ahí pal real!.

Tuvimos tres hijos feos, chaparritos, gordos, pero cada uno es como es. Los llevamos a los parques para feos, y se enseñan en una escuela del gobierno; y no vemos en familia las novelas de las cenicientas ni los comerciales de Telcel. No por protestas ideológicas, ni por censuras al mundo de lo inalcanzable, es sólo que no nos interesan los anuncios. Ese tiempo lo aprovechamos para no cuidar la línea, fritangueando en la cocina, o en una guerra a cojinazos en el feo y maltrecho sofá.

¡Chale!... qué feo final.

martes, 1 de marzo de 2011

En clase

Hacemos arquitectura con frutas, caminos con aserrín, miel de abeja con moscas, pasteles con lodo, mascarillas de uhu / hacemos canciones con ringtones, aplausos con cartón, casas y mansiones para ricos de nieve seca, bromas con panfletos electorales, matrimonios con anillos de alambrillo… ¿acaso te jode que hayamos perdido la razón?