miércoles, 15 de junio de 2011

Los viajes de OM (carta a Octavio)

Seres Viajeros / Diego Manuel / acrílico-tela / Buenos Aires 2005

De niño papá nos llevaba a mis tres hermanos, a mi madre y a mí a vacacionar a lugares poco comunes para los turistas más fáciles. Me refiero a que, mientras mis compañeritos de colegio platicaban al volver del verano que habían ido a Acapulco o a Cancún a explorar albercas y playas concurridas de chicas en bikini, a mí me apenaba contar que me había tocado dar un tour por las comunidades indígenas de Michoacán o por los pueblos falderos de los volcanes de Puebla, o bordear cruzando a fuerza de brinco -cual línea de cal en el piso- la costa y la montaña de todo el estado de Veracruz, desde su norte hasta su sur.

También me exasperaba no comprender por qué todo aquello debía ser por carretera (en una camioneta familiar rodando parajes surrealistas y escuchando por horas interminables las cintas de mi padre, ya imaginas: Beach Boys, Beatles, Carpenters y Barry White) y nunca en un cómodo avión.

Tales aventuras, que en aquel entonces y a mi parecer eran más una excéntrica expedición que un pasatiempo vacacional, fueron desapareciendo del futuro historial familiar cuando madre y padre decidieron separarse y por ello es que me vi obligado a iniciar vida nueva en la provincia del país (que ahora es el lugar al que siempre he de volver.)

Al paso de los años, y ya entrado en la adolescencia fue que comencé a comprender la trascendencia de esos recorridos que papá nos motivaba a transitar. Mientras mis amigos de fiesta y verano ahorraban para ir cada año a Vallarta o a cualquier playa con olor a spring-break, yo comenzaba a dar indicios de freak y a soñar con volar -quise decir rodar- cada vez más lejos y a lugares en donde lo menos famoso eran las albercas.

Desde entonces se gestaba en mi curiosa cabeza una pregunta que hasta la fecha no encuentra respuesta definitiva: ¿por qué es que el hombre necesita viajar? ¿A qué se debe esa imperiosa necesidad de saber qué hay más allá de su horizonte?

Conocí y sigo conociendo con el paso de los años a muchos hombres (no seré Fox para desconocer el idioma y tener que enfatizar "hombres y mujeres", cuando, en el contexto idóneo el término "hombre" atrapa en concepto a toda la especie humana. Y que me linchen las ligas feministas) que no necesitan satisfacer tal curiosidad, y bueno, ha de haber gente pa’ todo. Un buen amigo de la adolescencia, cuando me escuchaba revelarle mis afanes de aventura en los confines, me decía que a su vez su padre le decía que el hombre debe dominar su pequeño entorno, porque si lo amplía corre el riesgo de difuminarse en la inmensidad de la nada.

Nunca he podido asimilar tal principio. Te podría contar que más bien y por conveniencia, me quedo con mi maltrecha conclusión (que rima bien con confusión) de que el individuo entiende mejor su sitio si sale a observar los contrastes de lo lejano. De que el hombre debe ir lejos, pero volver (siempre volver) a traer frescura y nuevas ideas. Ideas generadas en el universo interior –que no transcritas fielmente de los lugares visitados-, que seguramente construyó sufriendo dulces convulsiones y sismos al momento de mirar mundos distintos al propio. Viajar es como materializar la fantasía.

Y eso que yo, buen amigo, tan sólo he pisado unas cuantas tierras diferentes a la mía. ¿Qué será de tu enorme universo propio, con tantas y tantas postales grabadas en tu memoria?

Pero tampoco me trago el asunto de viajar como una fórmula mágica de hacer mundo –universo propio-. Conozco al tiempo, de tantos y tantos coleccionistas de sellos en sus pasaportes, de turistillas que sólo visitan los monumentos históricos de las ciudades capitales para tomarse la foto saboreándose más el momento de presumirla ante los conocidos a su vuelta a casa. De compradores compulsivos que exploran a tope la añeja modalidad del viajero: el turismo de Shopping; el de regresar al hotel con miles de bolsas rotuladas con los logos de las marcas más prestigiosas, rellenas de artículos que ni en sueños se encontrarán en los comercios cercanos a casa.

Si bien el hábito no hace al monje, el desgastado pasaporte tampoco hace al aventurero. Hay una gran diferencia entre el turista y el viajero.

Pero tú, buen amigo, tú sí que te pasas de pata de perro. Con esa letra y esa calma para contornearla, me quedo esperando para un futuro algo lejano (cincuenta años no es casi nada) tus memorias para con todo ese respecto.

Y, en absoluto apego a una estrategia de lector, prefiero esperar unos lustros o décadas más a que plasmes tus aventuras en un libro, para que en el lentico camino a la edad de la sabiduría, les encuentres de a poquito el sabor a los poetas conversacionales de por estas tierras. Porque –y con todo respeto hacia tu casi siempre impecable juicio, admirado colega- le haces gestos al primer sorbo de mezcal, sin darle tiempo a que ahúme tu garganta. Mira que tachar a Sabines de segunda división, encajonando en esas mismas ligas al propio Benedetti… ¡no me chingues, compadre!... sólo falta que Neruda te parezca digno de la lucha por el no descenso (siempre termina todo metaforeando futbol.)

Anyway, esto lo hemos de discutir en Tarragona, en alguna terraza con un tinto de la Rioja enfrente; o bien, y como lo decida el porvenir, en la mesa de una cantina en Guanajuato capital, con un tequila Don Julio reposado, derechito y a matar.