miércoles, 7 de septiembre de 2011

Los triunfadores




Los triunfadores no andan,
trepan.

Han tomado un par de cursos de cómo se camina hacia arriba,
pisando lo que ha de quedarse abajo
para llegar a un punto donde todo se vea pequeño
desde su magna perspectiva.

Los triunfadores persiguen la línea del horizonte
creyendo a pies juntillas que se trata de una frontera.
Y sueñan con tener el pasaporte listo,
y todos los demás documentos en regla
para cuando llegue el momento
de cruzar al paraíso de los pocos elegidos

de los que saben cómo se vive la vida,
de los que tienen la llave del mundo,
de los que miran sólo hacia abajo
hasta adormecer los músculos del cuello.

Los triunfadores son figurillas de barro
malamente ovacionadas por los que
todavía necesitan cuentos azules para dormir cada noche.

martes, 6 de septiembre de 2011

Alizée y los orangutanes

Sí sí… lo sé… ya he contado esta historia en miles de reuniones, pero es que, bueno, no puedo olvidarlo. El fenómeno mundial y los gritos, y todo eso, y ya ves que estamos hablando de lo que pasa cuando una chica linda se planta delante de unos cuantos de nosotros, los perros hambrientos. Ok, basta de insistir así… ¿lo ves?... todos quieren el relato, todos lo aclaman. Aunque ya lo hayan escuchado en otros bares y en otras conversaciones de copas, todos aman esto. Todos lo imaginan…

Lo he intitulado –jeje-: “Alizée y los orangutanes”. Prepárense señores, para el clímax de esta noche, y sírvanme otro tonic, pa entonar mejor mis palabras.

En un pinche pub irlandés de la Condesa, sobre Nuevo León (uno de esos en los que la cerveza es el elixir, y a aquel que sea sorprendido pidiendo otra cosa se le tira de inadaptado), nos reunimos para ver un sabadito por la noche el clásico joven: América Cruz Azul, a jugarse en el meritito Azteca.

Ya saben aquello: puro cabrón en mezclilla y camiseta. Pero eso sí, o eras crema, o eras azul. No había sitio para despistados ni indecisos. En la mesa nos veías discutiendo desde antes del silbatazo al Jubi, al Piche-Copadre, al Rubens, al Cristian, al Sanders (sí sí… el más chilango de todos), y a su servilleta –vestidazo de amarillo rey, ¡aguilita de los buenos!-

Y entre eructos de los propios y los más extraños (puro tornillo en el bar), empezaron las hostilidades en el terreno de juego. Siete pantallas planas y semi-gigantes poblaban todo el local de manera estratégica. No había forma de hacer ni pensar ni ver otra cosa que no fuera fútbol.

Aquello era una guerra civil. La gran Tenochtitlan se divide en tres bandos, y dos de ellos se estaban descabellando esa noche en un campo y pateando un balón. La Condesa entera, y Polanco y Las Lomas, y Tepito y la Guerrero, y la Narvarte y la Portales y Tlalpan, Noche Buena, Santa María, la Doctores, Pedregal, Chapultepéc y Viveros, y todos los pinches barrios tenían algo en juego ahí, en esa maceta en Santa Úrsula de concreto burdo conteniendo ciento diez mil almas hambrientas de gol propio, y de sangre y lágrimas del contrario. América Cruz Azul… ¡América Cruz Azul!

Desde los minutos iniciales la adrenalina se olía a kilómetros lejanos. Nada claro en el campo. Planteamientos de ataque de los amarillos, pasando siempre los balones por los pies del rey Blanco, pocos resultados. Torrado se encargaba de achicar a casi todos los locales, para darle parque al zar Chelito. Pero Villa no es ningún caramelito, y ¡adiós balón, azulitos!... Ochoa, bien, ahora Conejo despeja, y otra vez Blanco, ¡suelo!, y Torrado y Villa y Chelito, y poco digno de ser gritado por la concurrencia. Nada para nadie.

Mientras pasaban los minutos, y como el juego no estaba como para mirarle de corrido, las discusiones entre mesas se iban dando. La ecuación es fácil: encierra en un local a cien varones, dales cerveza al por mayor, sintoniza el televisor en el pambol extremo –se recomienda un clásico de muerte-, y obtendrás una madriza campal digna de ser contada en el Alarma.

Las consignas aumentaban de color al correr del cronómetro que televisa deportes pone en la esquinita de la imagen. De putos y muñecas no se bajaban los apasionados parroquianos en conflicto. Solo era cosa de tiempo para que comenzara el verdadero espectáculo. Con decirles que en nuestra misma mesa ya se cocinaban aventones entre azules y amarillos (¡chale!… creo que yo era el único amarillo).

Y la afrenta se suspende por quince minutos, así lo avisaba el hombre de negro con tres sopliditos de silbato. El primer comercial siempre es del Slim y su Telcel, y el primer grito de “maldito medio tiempo” viene del más nervioso de la concurrencia.

La verdad es que daba miedo ir al baño. En un lugar así, donde uno nomás se atasca de cerveza, el mingitorio juega un papel importante en la velada, sobretodo en los quince minutos de descanso. Pero como todo aquello apestaba a tensión humeante de cero-cero, no había quién se levantara de su asiento. Los más rudos se miraban entre ellos, para luego ver las caras de los demás machos de la jaula.

Se empezaban a escuchar hasta jadeos en el bar, mientras Dosal y el menor de los Brizio trataban de desmenuzar desde su escritorio hi-tec del estudio C de Televisa San Ángel las acciones de la primera mitad; cuando al cabrón del barman se le ocurre mal pisar un botón del remoto de SKY, y cambió el canal a uno de videos musicales al tratar de subir el volumen del audio.

Los fuertes reclamos no se hicieron esperar. Aquel incómodo silencio se quebró en un gran “no mames” cuando la concurrencia observaba en las pantallas a una chica bailando raro una rola en francés, en lugar del resumen de las hostilidades del clásico joven.

Pero el cantinero fue el primero en caer hipnotizado. O quizá fue su ayudante, quien le arrancó de las manos el control para que no pudiera quitar la imagen que provenía de aquellos plasmas.

Una canción melosa, pero sumamente pegajosa se escapaba de las bocinas del lugar, mientras una niña no mayor de veinte bailaba y cantaba llenando un trajecito negro estilo Betty Boop como de terciopelo, estraple y de chorcito entallado, en un escenario que recordaba a los de Raúl Velasco en su Siempre en Domingo, allá en los lejanos ochentas.

Todos los televisores contenían tal señal. Y todos los presentes, uno a uno, fuimos cayendo en un estado de inexplicable estupidez al mirar a los ojos –y a las piernas y a al cabello, y a la cintura y a los pechos y a las sublimes caderas- de tan hermosa criatura.

Pasaban y pasaban los minutos, y la rola melosa en francés nunca acababa. Las cámaras tomaban en diversos ángulos a la mujer de todos nuestros sueños. Ella sólo hacía como que cantaba con un micro manos libres sujetado desde su oreja. Y bailaba y sonreía y movía de nuevo esos anchos muslos delimitados por el hotpants y unas botas muy ataconadas, y también negras hasta las rodillas.

Ahora fue que sucedió, que todos los hombres regresamos a la edad de piedra, o quizá antes… ¡mucho antes!

Ahora fue que dejamos de ser homo sapiens, y nos volvimos orangutanes. Y unos así bailaban a brincos, haciendo ruidos tan extraños, mientras otros se golpeaban con sus puños el pecho cada vez más fuerte. Alguno se jalaba los cabellos, y otro pateaba el trasero de su vecino de mesa, al tiempo que éste solamente babeaba frente al televisor. Todo señores, ¡todo el lugar enloqueció!

Todos terminamos abrazados, y cantando en francés borracho. Todos olvidamos el fútbol, y a Chelito y a Cuauhtémoc y a Villa y a Torrado y a Brizio, y pedimos al gerente que pusiera desde youtube una y otra y otra vez la rola melosa y las imágenes de la chica francesita, haciendo como que cantaba.

Por primera vez en nuestras vidas, y en la historia de la humanidad entera, todos los hombres nos pusimos bien de acuerdo, aunque fuera sólo por un ratito.

Ags. / 2008