miércoles, 18 de abril de 2012

"Yo soy Dios"



Yo soy Dios, gritaba un dios extraviado en la azotea de cualquier edificio de cualquier barrio de cualquier cuidad del tercer mundo.

Ese Dios gritaba a los transeúntes desde un bloque de departamentos de siete niveles. Se agarraba fuertemente del pretil de la fachada que daba a la calle once –o doce o trece-, en donde cientos de caminantes solos o acompañados miraban al piso. Miraban apenas a sus propios pasos, sin tener en cuenta lo que sucedía en el cielo improvisado por el dios de una azotea, que se asía temeroso de lo que fuera, -acrofóbico- para dar un mensaje a la humanidad.

La humanidad de la calle once de la ciudad extraviada del dios extraviado, no representaba fielmente a la humanidad completa. Pero eso no lo sabía Dios, que aclaraba su garganta para comenzar a dar un discurso de despedida.

Me voy porque ya no me necesitan –comenzó-. Han crecido tanto como yo nunca lo hubiera imaginado. Ahora tienen autos de lujo y de excelentísima alta tecnología. Tienen edificios inteligentes y computadoras que hacen la gran parte del trabajo.

Me da gusto ver cómo se han organizado de tal forma, que ya tienen horarios para todo. Han construido los templos necesarios para adorarme, en cualquier modalidad en la que me imaginen, y ya tienen un espacio en todo hogar para mis figuritas de porcelana.

Estoy impresionado gratamente de mirar cómo han depurado las artes de matarse de una forma u otra. Tanto en las sanguinarias batallas por la supremacía de la creencia, de la raza, del poder, de la energía; como en los lentos genocidios macro-económicos, donde los pobres se van desvaneciendo de uno en uno, de cien en cien, de mil en mil, para así dar paso a la bienaventuranza de los que pueden y saben vestir Lacoste.

Ahora tengo la certeza de que triunfará en todo momento el más fuerte y el más apto para gobernar al resto de los mortales, aunque en el camino se queden sólo unos pocos cuantos elegidos. Parece que por fin aprendieron las enseñanzas ocultas entre las líneas de mi bestseller: “el arca de Noe”.

Sacó de su bolsillo una botella de Ron Bacardí blanco (¡a huevo!), apuró un trago casi eterno que acabó con el contenido restante, se subió al murete bajo, abrió los brazos, miró al cielo, pegó el brinco y cayó después de precipitarse al suelo.

Una decena de curiosos rodeó el cuerpo del dios del suicidio. Se distinguía de entre el charco de sangre el saco roído y con olor a orines de un malviviente que yacía como perro muerto, atropellado a media calle. El silencio sereno y natural de los que ven una gracia de mimo callejero se rompió cuando un transeúnte le preguntó al extraño de al lado que quién era el loco que se había quitado la vida al brincar desde una azotea.

El tendero de la esquina, que también miraba impávido aquel morboso espectáculo, respondió sin mirar al que preguntaba: era el dios de la colonia. Con él van nueve los dioses que se suicidan en la ciudad en lo que va del mes. Curiosamente, todos han argumentado haberse quedado sin empleo. ¡Maldita crisis!

Una buena mujer que acudía a la escena, cubrió el rostro del cadáver con una bolsa plástica de Superama. Todos los demás siguieron sus caminos más aprisa. El incidente representó un retraso en las agendas de éstos.