Hace unos meses me vi asistiendo al entierro de la señora madre de un apreciable compañero de la oficina.
Mientras era yo testigo del doloroso e impactante ritual de cuando comienzan a echarle tierra al féretro ya depositado en las profundidades; tuve en mente una reflexión y no escatimé en compartírsela al individuo de al lado susurrando:
Vaya oficio curioso el de los enterradores. ¿Qué le platicarán a su mujer acerca de un duro día de trabajo?: “Ay vieja. El muertito de hoy, el de las once, estaba demasiado gordo. Y eso que apenas éramos dos porque Gómez no fue otra vez a jalar. Se reportó crudo”
El cómplice de mis monólogos –ahora ya compartidos- me volteó a ver, y con la pura mirada entendí que se refería a mí como si yo fuese un consagrado imbécil.
Chale. Era el director de mi área.